
Nacido el 9 de diciembre de 1579 en Lima, entonces parte del virreinato del Perú, Martín de Porres Velázquez fue hijo de una mujer negra panameña, Ana Velázquez, y de un caballero español, Juan de Porras de Miranda. Bautizado con el nombre de Juan Martín en la Iglesia de San Sebastián, vivió su infancia en un entorno atravesado por la pobreza, el racismo y la desigualdad. Su madre, profundamente creyente, lo educó en la fe cristiana junto a su hermana Juana. Su padre, ausente durante los primeros años, los reconoció legalmente para darles cierta protección. Martín padeció desde joven las dificultades propias de su condición de mulato en una sociedad que lo excluía, lo marginaba y limitaba sus oportunidades. Sin embargo, esa experiencia de dolor sería la semilla de su profundo compromiso con los más pobres.
Desde adolescente se formó como auxiliar práctico, herborista, barbero y médico empírico. Su ingreso a la Orden de los Dominicos se dio en 1594, gracias a la invitación del teólogo Fray Juan de Lorenzana. Ingresó como “donado”, es decir, un laico que prestaba servicios al convento sin formar parte oficial de la orden, por ser hijo ilegítimo. Durante nueve años, Martín vivió ejerciendo los trabajos más humildes y, en 1603, fue aceptado como hermano. Tres años después profesó sus votos definitivos de pobreza, castidad y obediencia. Pese a la oposición inicial de su padre, Martín perseveró en su vocación.
De carácter austero, dormía pocas horas, llevaba siempre el mismo hábito y se alimentaba de forma frugal. Su humildad era radical, al punto de ofrecerse como esclavo para solventar una crisis económica del convento. “Pues con este me han de enterrar”, respondió cuando fue obligado a aceptar un hábito nuevo. Así fue.
Su misión se centró en servir a los más necesitados: negros, indios y pobres que llegaban a escucharlo en las calles, haciendas o conventos. Enseñaba el Evangelio, atendía enfermos, y fundó el Asilo y Escuela de Santa Cruz con la colaboración de ricos limeños, entre ellos el virrey Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla. Este último, reconociendo su labor, le entregaba personalmente dinero cada mes. Martín soñaba con ser misionero en tierras lejanas como Filipinas, China y Japón, a las que mencionaba con frecuencia.
Martín no fue un teólogo ni un místico, pero su espiritualidad práctica lo acercó a los más altos ideales de santidad. Seguía el ejemplo de santos como Domingo de Guzmán, Catalina de Siena y Vicente Ferrer. Mantuvo una amistad entrañable con san Juan Macías y conoció personalmente a santa Rosa de Lima. Su carisma personal lo convirtió en un referente espiritual buscado por autoridades, nobles, humildes y enfermos. “Que venga el santo hermano Martín”, era el ruego común de quienes sufrían, y él nunca rechazó una súplica.
Su muerte llegó el 3 de noviembre de 1639, en su celda del convento de Santo Domingo. Antes de partir, pidió que se rezara el Credo y falleció mientras era recitado. La ciudad de Lima se volcó en masa a despedirlo. Entre ellos, el virrey, que besó su mano y pidió que velara por él desde el cielo. Su entierro debió acelerarse ante la devoción desbordante del pueblo.
A Martín de Porres se le atribuyen numerosos milagros registrados en los procesos diocesanos y apostólicos de los siglos XVII y XVIII. Muchos de esos testimonios provienen de religiosos dominicos y ciudadanos que lo conocieron. Se decía que podía bilocarse: aparecer en distintos lugares sin haber salido físicamente del convento. Fue visto en África, China y Japón, curando o consolando a misioneros. Entraba en casas cerradas sin que nadie le abriera. “Yo tengo mis modos de entrar y salir”, decía con naturalidad.
Tenía una relación especial con la naturaleza. Hacía convivir en armonía a un perro, un gato y un ratón. Se le atribuyeron curaciones inexplicables, desde enfermos desahuciados hasta fracturas graves. “Yo te curo, Dios te sana”, respondía con humildad. Algunos aseguraban que durante la oración llegaba a levitar, y que incluso altos funcionarios debían esperar afuera hasta que saliera de su éxtasis. También poseía el don de la videncia. Adivinaba necesidades, reprendía conductas y predecía muertes, todo sin ostentación ni soberbia.
El proceso de beatificación se inició en 1660, pero recién fue beatificado en 1837 por el papa Gregorio XVI. En 1962, Juan XXIII, gran devoto suyo, lo canonizó en una ceremonia multitudinaria y lo proclamó “Santo Patrono de la Justicia Social”. “San Martín… amaba a los hombres porque los veía como hijos de Dios… los amaba más que a sí mismo”, dijo el Papa en la homilía.
Se realizaron celebraciones nacionales, repiques de campanas y homenajes populares. El buque Almirante Grau disparó una salva de 21 cañonazos en su honor. En 1966, Pablo VI lo nombró patrono de barberos y peluqueros, y reafirmó su patronazgo de la justicia social en Perú. Su festividad se celebra cada 3 de noviembre y su figura es venerada en toda América.
En los Estados Unidos, el culto creció en comunidades afroamericanas. En 1930, Gustave B. Aldrich escribió en The Chronicle: “La representación de santos y grandes hombres de fe negros hará mucho por rehabilitar nuestro autorrespeto”. San Martín de Porres es, hasta hoy, un símbolo universal de fe, humildad y justicia.